Puede que ocurra en Antímano, un barrio de Caracas, como de hecho ocurrió el pasado tres de agosto. Y que la gente de la Venezuela “roja, rojita” cante y baile, ría y llore, emocionada, cuando un hombre llamado Chávez alce su voz, como la alzó, para decir más nunca la burguesía volverá a explotar al pueblo.
Chávez, Hugo, es el mismo al que hace poco tiempo atrás sus matadores de cada día daban por muerto. El mismo que cita al Ché y a Eva Perón, en diálogo con las masas que agitan banderas y, si se cuadra, suben a la tarima identificadas en una enfermera que explicará cómo funciona el hospital del lugar.
Chávez es un diálogo en el canto. Y lo es en la reflexión que desmenuza, con datos y más datos, cómo PDVSA -Petróleos de Venezuela SA- no le regala el petróleo a Cuba y cómo Cuba paga cada barril que recibe brindando atención médica en barrio adentro, allí donde antes de Chávez las gentes se enfermaban y morían de hambre y miseria.
Ese hombre llamado Chávez es el que cita a Fidel en la grandeza de sus actos, en las inacabadas enseñanzas dedicadas a entender este mundo, en este tiempo. Cita a Fidel cada vez que se le cruza una simple anécdota de la vida cotidiana, o en homenaje a las sabias sugerencias del líder cubano para nadar contracorriente frente a las políticas capitalistas-imperialistas.
Hugo Chávez, presidente de la República Bolivariana de Venezuela, va por su reelección, arropado por un pueblo que, como ocurriera en Atímano, el pasado tres de agosto, cubre las avenidas, se encarama a los techos, se asoma a los balcones, se trepa a cuanto puede, para verlo de cerca, para escucharlo decir aquí más nunca el imperialismo nos dirá qué tenemos que hacer.
Un comunicador como pocos, este hombre llamado Chávez. El sepulturero del ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas), en Mar del Plata, Argentina, una tarde de lluvia de hace casi siete años -noviembre de 2005-. Un estratega inteligente, promotor de las integraciones regionales, con el presente como motor y el futuro para nada lejano, para nada imposible. Un cerebro despierto, lúcido, el del Chávez luchador consecuente con las ideas de Bolívar, de Martí, de Miranda.
Un hombre que no le pierde pisada a aquello que aún está pendiente de hacerse. Un Chávez que va de lo pequeño a lo grande y de lo general a lo particular porque no se trata de moler y moler con las cuatro consabidas estupideces de la politiquería en campaña electoral, sino de rendirle honor a la política: en la palabra y en los hechos, dentro y fuera de Venezuela.
Se trata de construir ideología, no de soliviantar con demagogia. Chávez está convencido de que es así y así lo practica. Está convencido de que la relación con las masas es para compartir el saber, para enseñar y aprender: más nunca podrán engañar a este pueblo, porque este pueblo es un pueblo culto, dice Chávez, envuelto en aplausos y de cara a miles de banderas rojas.
Chávez es el discurso didáctico, por encima de los ruidos propios de los actos multitudinarios. Es el compromiso de entrega y más entrega, por las ideas que dignifican la vida, por las ideas que llevaron a millones de mujeres y hombres en la historia a darlo todo en aras de la justicia social.
Chávez es, lo demuestra la obra de la Revolución Bolivariana, la palabra empeñada y cumplida. Es ese hombre llamado como si mismo, sin maquillajes, dispuesto a fajarse, como él lo dice, “plantado en el centro del ring”, sin retrocesos, en defensa de la humanidad.
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